Cafetería Amanda

Puntuación: 8/10 | Lavapiés, Madrid (web)

Lo mejor: lo tradicional de la comida

Lo peor: las sillas

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Así es como llego al Nirvana

Siempre que llego a España después de un largo tiempo fuera me sorprende la misma cosa: ¡cómo me parezco a los españoles! Las mujeres, qué cejas tan pobladas tienen, tenemos. No hace falta pintarlas. Cuánto gritamos, por Dios, si estamos al la’o. Los buenos días y las buenas tardes son cosas que se usan poco en Madrid, casi que me miran feo, me ven mal, en el café (la cafetería) si entro diciendo eso. Los viejunos caminan con su perro, a las viejas les cuesta andar. Resulta que nadie cruza la calle si no está en verde el semáforo y ¡los coches ceden el paso al peatón cuando va a cruzar! Pero lo que más amo, adoro y extraño cuando estoy fuera es subirme a un vagón de metro, de cercanías, y que nadie me mire pensando, quizá, de dónde soy, si tendré mucho dinero, si me pagan en euros, si seré turista: ¡quién sabe qué pensarán cuando en la Ciudad de México me subo en el metro y planeo con la vista las coronillas de cabellos negros con mi cabeza sobresaliente y amarilla, porque, no sólo soy mucho más alta que la media, sino que encima soy blanca, soy rubia, soy güera. En España no he sido yo rubia más que cuando era pequeña, y rubia oscura, ahora soy castaña clara. Ahora soy yo la que miro a los extraños en el ocioso vagón cuando aún no tengo datos en el móvil porque no recuerdo cómo era que hago la recarga y lo voy dejando, dejando y llevo varios días sin móvil después de mi vuelta. Los miro, a los negros, a los moros, a los latinos, calculando, ¿será de Perú, de Ecuador, de Marruecos? Lo voy a intentar hacer menos porque es muy molesto pero quizá también un poco inevitable. blog2

Pero lo que más amo de España es darme una buena comida de recibimiento, un mantel de cuadros en un bar de comida casera con nombre poco comercial y sin letrero. Un buen mantel de cuadros donde se posa para mí el Nirvana: un gazpacho, que todavía es temporada porque estamos en septiembre; un gazpacho que no sea de bote, por Dios, que llevo un año fuera de mi patria, un gazpacho natural acompañado de unos picatostes de tomate y pepino, y un buen pan de chapata. Y de segundo, un rabo de toro con papas, que aquí son patatas porque no estamos en México, y que no sean, por favor, de las congeladas que constituyen un pecado mortal, ¿no tienes tiempo de pelar unas patatas? Cógete (mejor, contrata) a un mozo de cocina hombre, que no hay cosa más triste que las patatas congeladas para un buen comensal. Y cuando llega el segundo plato, ya el bello mantel de papel de cuadros se ha llenado de bellas migas de mi pan que he desgajado para mojar el gazpacho, porque los españoles mojamos el pan en todas las comidas, y que ahora desgajo también para mojar la salsa del rabo de toro. La cosa es que estoy yo tan feliz que poca crítica le voy a hacer a este lugar: el camarero árabe, mu serio, pero atento, rápido y eficaz. El dueño del bar, español bajito, sale a preguntar qué tal está la comida personalmente, y me quita el plato ya limpio para dejarme disfrutar el postre. ¡Cuántas ganas tenía de que no me arranquen el plato de cuajo en cuanto termino de mojar la última miga de pan! Soy consciente de que es una costumbre local, dejarte el plato que has terminado si es que no te van a poner más, hasta que te levantas de la silla. Pero debe ser que tengo la identidad muy arraigada, que no me la puedo quitar, y esa costumbre de la hostelería mexicana de que venga el camarero, mesero, a cada rato a quitarte la servilleta, el vaso, el papel, ¡coño, ya! No me gusta a mí esa norma. A mí que me dejen la sobremesa que para una comida calórica es fundamental y si me limpias todo siento que me estás echando. Bueno, el caso.

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De postre, un buen café, servido en vaso de caña de proporciones áureas, con leche, con su azucarillo en el platillo y su cucharilla que son la banda sonora de los bares de viejo cuando el camarero los coloca a la mañana. Así es como llego yo al Nirvana.


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